Aún estaba de vacaciones, pero la emoción del proyecto que empezaría el 6 de enero cada vez invadía más mis pensamientos. Las emociones salían a flor de piel a cada momento que alguien me preguntaba algo, lo que fuera.
En este siglo en el que estamos conectados al internet en todo momento y que incluso cuando andamos lejos de nuestro lugar de residencia buscamos colgarnos de alguna red pública o wifi que encontremos disponible, no es sorpresa que mientras esperaba el autobús de vuelta a casa actualizara mi buzón de correo electrónico. Así, encontré el mensaje que me pedía llegar el día de bienvenida para la plática de orientación y la entrega de materiales y uniformes puntualísima a primera hora. Por lo general llego a mis citas en tiempo y forma, pero este día quería serlo aún más.
La noche previa al “Día-D” me dormí temprano. Creo que apenas pasaban de las 22:00 horas y yo ya me disponía a dormir cual escolapia de primaria. Cierto es que la mente le juega a uno en todo momento, día o noche, así que no pude quedarme en los brazos de Morfeo más allá de las 5:30 de la madrugada. Mi padre habría estado orgulloso, a mí me hubiera gustado dormir un poco más, pero la verdad es que no parecía necesitarlo. Estaba lista para tomar posesión de las hornillas, así que me arreglé, desayuné y emprendí camino. Pensé haber llegado demasiado temprano, pero no fue así. No era yo la primera, pero faltaban más de 30 minutos para el supuesto inicio de la sesión en la que se requería estuviera yo presente.
La segunda sorpresa fue cuando entré y en la recepción había personas de todos los orígenes acogiendo a los nuevos alumnos en nuestra lengua materna y por nuestro nombre de pila. Totalmente mi estilo. Eso de ser el alumno número de matrícula 15 854 no va conmigo; me hace sentir terriblemente infeliz.
Antes que todo, había que llenar formularios. Luego vinieron las palabras de bienvenida, los recordatorios al reglamento -que aunque parecían ser muy cercanos a los de una escuela militarizada, es completamente comprensible dados los riesgos que se viven en una cocina- y claro, el que cada alumno se presentara a sí mismo y dijera su país de procedencia, no sin antes haber sido convidados un café, un jugo de naranja e incluso algún bollito de esos que se acostumbran en los ricos restaurantes franceses a la hora del desayuno.
Más tarde nos llevaron por aquí y por allá, recorrimos todos los rincones del edificio en el que pasaríamos por lo menos los siguientes tres meses, pues cada quien trae un plan de permanencia distinto. Fuimos al departamento administrativo para verificar datos, papeles, etc. y finalmente nos probamos los uniformes que recibiríamos inmediatamente junto con el material didáctico y de trabajo.
En ese momento fue cuando las cosas tornaron su curso, pues aún cuando todo era paz y tranquilidad en el entorno, mi yo interno tomó posesión de mi persona y me sentí completamente abrumada. Nada malo, pero sí unas enormes ganas de sentarme a llorar, pero no de tristeza, todo lo contrario. Quería gritar a los cuatro vientos ¡GRACIAS! una y otra vez porque estaba aquí, donde siempre había querido y hasta soñado desde muy pequeñita, pero cuya realización no sería sino hasta ahora. Y en ese momento me parecía prácticamente inverosímil. Creo que ya había almacenado el anhelo en algún cajón. Cierto es que desempolvarlo y perseguirlo con ahínco hasta lograrlo fue lo apabullante. Ahora, los próximos nueve meses viviré en estos pasillos que huelen a mantequilla mañana y tarde, responderé Oui, chef ! tantas veces como se me pregunte algo y seguramente consumiremos en casa tantas calorías como prácticas haya en la escuela y por qué no, en la cocina de casa.