El proceso de visado y el regreso a la que ya no es mi casa

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Sabíamos que habría que volver a México para hacer solicitud de visas y terminar todos esos pendientes que no dio tiempo concluir antes de partir en septiembre, sin embargo, no sabíamos que las fechas cambiarían y cuán difícil sería el andar. En realidad en mi mente solamente estaba terminar esos pendientes, aprovechar el tiempo para estar con mi gente y terminar de disfrutar a cada uno de ustedes, sobre todo a quienes no tuve oportunidad de ver para despedirme personalmente, pero, todo fue muy distinto de como lo imaginé.

Para comenzar, salimos tarde de casa y no contamos con que haríamos dos horas de camino al aeropuerto de Roissy-CDG al punto de sentir esa desesperación inexplicable, aunque muy comprensible de no tener tiempo suficiente para abordar el vuelo. Con una imagen de tipo la película ochentera de “Mi pobre angelito” cuando la familia llega corriendo a tomar el avión que los llevaría de vacaciones pueden ustedes tener claro cómo fue nuestro recorrido por prácticamente media terminal aeroportuaria. Una vez “cómodamente” sentados en nuestros puestos, y he de reiterar el “cómodamente”, pues veníamos como el jamón del sandwich justamente en el centro de la fila y sin posibilidad alguna de salir a estirar la patita cuando ésta se sintiera entumida, respiramos y creímos que esa sería la eventualidad que nos haría recordar el viaje, que a partir de ese momento todo iría viento en popa y que en dos semanas regresaríamos ¿a casa?

Cansancio y hartazgo, pero con ganas de ver a los nuestros, llegamos al Aeropuerto Internacional Benito Juárez. Con mal clima, pues llovía y todo prometía para que hubiera un tráfico infernal. No nos fue mal, pero honestamente, sería el único día que el tráfico de la gran metrópolis mexicana sería benevolente con nosotros, pues tan sólo un mes fuera del apodado “Defectuoso” fue suficiente para que me sacara de quicio el tráfico, la falta de cortesía de los conductores que iban a mi izquierda, a mi derecha, delante y detrás de mí. Me di cuenta que mi amor por México es impresionante, pero que me desespera su letargo, su conformismo y su ineficacia.

El proceso de visado fue largo, cansado, tedioso y estresante. Las autoridades francesas cuestionaban una y otra vez y nos tenían con el alma en un hilo. Con certeza y después de haber literalmente “cruzado el charco” afirmo que ganas tuve, y muchas, de bajarme del barco, de darme por vencida. Ya no me quedaba ni un ápice de energía para seguir adelante, pero bien dicen por ahí que Dios aprieta pero no ahorca, y aunque yo juro y perjuro que me sentí ahorcada, nunca me vi sola -aunque en momentos yo me sentía como una isla desierta en medio del Pacífico-, mi gente, mis grandes amores fueron quienes me dieron fuerzas, quienes a diario me llenaban el alma de energía y me alentaban a no darme por vencida, a  ser paciente y a entender que se trataba de algo que valía la pena y que por ende costaría trabajo.

Al final del día Guillermo se regresó a París con su visa y permiso de trabajo en tiempo y forma dos semanas después de nuestra llegada a México. Yo, por el contrario, me quedé sin boleto de avión confirmado -pues no sabíamos cuándo podría regresar- y con la mitad del corazón ansioso, pero con la otra ilusionado… aún quedaba el último estirón que había que dar y solamente Dios sabía por qué y para qué debía yo ser paciente y esperar un poco más.

Así, después de pasar un fin de semana patético y lleno de lágrimas, tristeza y hasta con depresión; cansada ya de estar haciendo diligencias por toda la ciudad y tratando de dejar TODO finiquitado para poder regresar a mi “Très Petit Château” para poderlo engalanar para sus primeras visitas que llegarían pronto, finalmente diez días después pude, con los ojos llenos de lágrimas y el alma más acongojada que en septiembre, despedirme de dos de los tres hombres de mayor importancia en mi vida: mi padre y mi hermano.

¡Mierda! Esto sí que es una montaña rusa de emociones… quererse ir, pero quererse quedar, anhelar tener todo y tener que tomar decisiones. ¿Será acaso parte de crecer y de aprender a disfrutar cada oportunidad y aventura que te presenta la vida? Seguramente sí. Ahora,  es momento de que el show continúe y esta historia tome vuelo. Gracias doy a Dios por esta magnífica oportunidad y si todo lo vivido, todo lo sufrido, todo lo aprendido, todas las sonrisas, todas las lágrimas, todas las preocupaciones y mis 33 años son lo necesario para llegar hasta aquí, bien han valido la pena.

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