Hace tan sólo unos días escribí sobre el monolingüismo galo, y el verano me hace pensar mucho en los turistas no francófonos que visitan esta ciudad. Supongo debe ser porque me los topo por doquier perdidos; o porque todos los amigos y conocidos de origen extranjero recibimos visitas de cualquier rincón del mundo del que somos oriundos.
Así, este verano han habido visitas evidentemente de varios lugares de la República Mexicana, de Los Ángeles, de Bruselas, Bucarest y hasta Túnez. En estos meses, también muchos de los amigos dejan el Hexágono en búsqueda de nuevas aventuras de vida para instalarse en muchos otros rincones del mundo. Tremendo ir y venir de gente y conversaciones varias me hicieron reflexionar un poco sobre la estresante relación entre locales y extraños cuando visitamos o nos instalamos en latitudes distintas a la que nos vio nacer. Evidentemente, lo anterior viene acompañado de las diferencias lingüísticas y culturales, de nuestras cosmovisiones tan distintas.
Es cierto, los latinoamericanos somos mucho más cálidos que los europeos y particularmente en México somos muy conscientes de que el turismo es la segunda industria a nivel nacional, así que país y gente trata muy bien al visitante -sobre todo al internacional. Por ello, tenemos un montón de lugares de gran fama mundial. Pero también somos gritones ante los ojos de otros. Los asiáticos han trabajado arduamente en volverse famosos por sacarle fotografía a todo y desde lo que aquí veo, viajan a la Ciudad Luz en grandes grupos con mucha frecuencia. Los estadounidenses quieren que todo el mundo les hable en inglés y sus hijos tienen generalmente muy mal comportamiento. Y así me puedo ir recorriendo el mundo entero. Lastimosamente, esta ciudad del amor, la capital mundial de la gastronomía y de la moda, etcétera, etcétera la encuentro con una reputación en la que los comentarios positivos son prácticamente exclusivos para su físico arquitectónico y el gran albergue que es para la historia universal, pues su gente parece hacer un esfuerzo por caerle mal a sus visitantes, volviéndose así en una patada de mula a muchos de los que vienen a dejar sus ahorros que en ocasiones les ha tomado años juntar para visitar ese París con el que tantos hemos soñado en algún momento de la vida. Pareciera que el esfuerzo que muchos parisinos hacen es para pasar del amor al odio en unas vacaciones. No lo creo, pero sí he visto a varios de los visitantes de los que hablé en el primer párrafo de esta entrada irse diciendo que la ciudad es una maravilla pero no así la mayoría de su gente. Una pena, pues al final, a pesar de que este país no esté en su mejor momento histórico, sí es muy afortunado, admirado y debería capitalizar todo ello para cambiar la percepción de todos esos turistas que dijeron no querer volver más pero que aman tomar champagne, portar una bolsa o un portafolio Hermès y firmar con Dupont ¿o no?