Cuando niña acompañaba a cada rato a mi mamá a la librería. Para su buena o mala suerte, siempre salía yo con algún material de lectura bajo el brazo. Conforme fui creciendo, mis intereses fueron cambiando, sin embargo, el hábito ya lo tenía bien arraigado. Con toda honestidad y quienes me conocen de antaño no me dejarán mentir, pues ni Fortunata y Jacinta, ni el Cantar de Mío Cid pueden considerarse como los que hicieron encontrara yo el camino hacia la biblioteca de la escuela. De hecho, muchas de las grandes obras que tenía yo que leer por obligación escolar me parecían anticuadas y aburridas, aunque con un poco más de edad y madurez les agarré mucho más gusto y hasta comencé a releer varias de ellas y me di cuenta que no les había entendido nada a varias de esas obras.
Así, en mi biblioteca personal puedo ahora encontrar tanto grandes obras literarias como Don Quijote de la Mancha y Madame Bovary como novelas del corazón de Danielle Steel y hasta biografías y cuentos de hadas. Pero la cotidianeidad y la prisa de la vida diaria hicieron que poco a poco me fuera alejando de la práctica diaria de la lectura y llegar vergonzosamente a la media nacional de menos de un libro al año sin darme siquiera cuenta.
Un día, ya en mi propio espacio, en mi silencio, en mi intimidad, y claro está, en un momento en el que la vida me obligaba a estar conmigo misma en paz y tranquilidad so pretexto de una recuperación que demandaba estar en reposo absoluto varios días, volví a darme ese gusto de viajar a través de la imaginación que brinda gratuitamente el aventurarse a las páginas de un libro, y casi de manera instantánea mi cerebro comenzó a pedir más y más. El ritmo, velocidad de lectura y número de obras que estaba yo siendo capaz de recorrer de portada a contraportada iba lento, aunque in crescendo. Aún falta mucho para llegar a la meta que tengo establecida, pues tan sólo voy a la mitad del camino, sin embargo, me siento gratamente satisfecha con mi media anual de sies libros en el curso de los últimos 12 meses. Antes prácticamente todo lo que leía era en inglés, ahora ya he incorporado mucho en español y evidentemente en francés.
Hoy, a menos de 15 días de cumplir un año de residir en el Hexágono galo, con una sonrisa de oreja a oreja, agradezco cada soleada tarde en esa banca del Campo Marte que hace esquina con la avenida Gustave Eiffel y Octave Gréard, al sistema de metro de la RATP y a la comodidad de mi cama en el Très Petit Château que me han regalado tantas y tantas horas de lectura en esta maravillosa ciudad. De igual modo, agradezco a las vacaciones de verano porque me regalaron varios días para concentrarme en mis intereses literarios multilingües y hasta conocer nuevos autores que jamás imaginé llegarían a mis manos para poder decir que tanto en el verano, como el resto del año, uno de los esenciales que encuentro en mi bolsa de mano es un libro, justo igual que Rory Gilmore, sí, esa inteligente adolescente de la serie de televisión The Gilmore Girls, pues no salgo de casa sin algo para leer; nunca sé en qué momento tendré oportunidad de tan sólo unos minutos avanzar dos páginas o un capítulo de mi lectura del momento.