El pasado mes de julio cuando me aventuré a volverme a poner las zapatillas lo hice con bastante ilusión, aunque con muchas reservas de volver a lograr lo que hacía 20 años, literal, podía hacer. Así, poco a poco fui volviendo a apuntar mis pies de manera decente -aunque mi quinta posición aún parece tercera. La cabeza ya casi encuentra sus direcciones adecuadas, incluso cuando el brazo sigue moviéndose sin ton ni son frecuentemente. Cinco meses después de haber iniciado mi experimento, me atreví a subirme de nuevo sobre deditos con ayuda de la barra y de preferencia frente a ella. Con el paso de las semanas fui soltándome poco a poco. Los tobillos han ido fortaleciéndose de la misma manera que se han disminuido las lonjas de queso de puerco que invadían mi espalda. Está bien, no tenía un problema de obesidad, pero sí mis kilitos extra que he ido transformando de grasa en músculo, porque por Diosito Santo les juro que no he bajado un triste gramo.
En febrero, cuando empecé a planear mi visita a México y cuando supe que ésta tendría una duración de tres semanas, una de mis principales preocupaciones fue el dejar de bailar por más de 20 días, pues perdería mucho del terreno ganado y con toda sinceridad pensé que no era algo a lo que aspiraría. La pregunta sería en dónde podría practicar la disciplina a nivel amateur en México de la misma manera que ahora lo hago en el Hexágono galo, pues sólo conozco dos o tres academias en las que se dan clases para niñas. Claro está, que mi preferencia se inclinaba por aquélla ubicada en Tecamachalco y donde yo aprendí las técnicas de base elementales para cualquiera que intente la disciplina preferida del Rey Sol. Les llamé y con la misma familiaridad que en la década de los 90 me dijeron que con mucho gusto podría asistir a una de sus clases, que me recomendaban ir de 10:30 a 12:30 cualquier día de la semana y que yo decidiera. Confieso que sentí emoción de regresar a mi antigua aula. Todos mis artilugios encontraron su camino al equipaje antes que cualquier artículo de primera necesidad –y no estoy exagerando. Me vine hasta con mi maletita para transportar zapatillas, falda de gasa, shorts, toalla para el sudor y botellita de agua.
Los primeros dos días me sentí morir de jet lag, por lo que preferí no ir a clase sino hasta que ‘agarrara horario’. Y así fue. Llegué puntualísima y el maestro me recibió con mucha calidez, pero si no hubiera traído el famoso payasito juro que mis calzones hubieran empezado a hacerse como yo-yo, pues ese salón NO contaba con más de tres amateurs y había una veintena de seres humanos. Todos calentaban, estiraban cada uno de sus músculos. Algunas chicas portaban zaptillas de punta, otras preferían la demipunta o botitas de calentamiento.
Mis pensamientos comenzaron a tener una conversación que sonó algo así:
– Puta madre, esto es una clase de profesionales.
– ¿Y ahora?
– Pues ni modo, ya estoy aquí. A darle.
– ¿Pero, y si no puedo?
– Chale, pues espero solamente no hacer el ridículo.
Y así, sin más ni más me puse en la barra y comencé a copiar cada uno de los ejercicios no dictados… ok, ok, los dictados también los copié, pero es que yo no podía. La clase iba a 10000 Km/hr. Y NAADIE se equivocaba, NAAADIE. Hora y media después, con el pulmón en una mano y el hígado en otra, sudando cual albañil en colado la clase terminó. Claro está que yo no tenía el nivel, pero igualmente el maestro me invitó a tomar la clase cuantos días quisiera. Me animó y me animé. Aún no saco las secuencias marcadas como se debe; si acaso lo medio logro al tercer día de hacerla. Sin embargo, la experiencia de compartir unos días la duela con esta gente que dedica su vida a entrenarse para brillar en escenarios y probablemente un día pasar a una audición de una de las grandes compañías del mundo o que están ya en la Compañía Nacional de Danza para mí ha sido una experiencia sin precedentes, invaluable, pero sobre todo, inolvidable.