Retomo mi entrada anterior sobre los mercados, específicamente los parisinos y la pregunta que formulé al final sobre de dónde proceden todas las delicias allí vendidas, así como las que se sirven en todos los restaurantes de la capital gala. Se trata del mercado de Rungis. Un lugar el cual me parece que para cualquier amante del buen comer es prácticamente un sitio sin igual. Por azares del destino un día encontré un documental en la televisión; muchos datos duros: Se encuentra a tan solo 7 kilómetros de París. Es el mercado más grande del Viejo Continente y tiene naves en las que están distribuidos los productos del mar, cárnicos, lácteos, frutas y verduras, así como flor cortada y su centro administrativo, cada uno de éstos clasificado por tipos y por comerciante. Cuenta con más de 20,000 empleados y unas 1,200 empresas mayoristas encargadas de surtir productos con la mayor frescura posible a 18 millones de consumidores.
Claro que hablar de números y de 8.8 mil millones de euros comercializados en este sitio en tan solo un año (cifra publicada para el 2013), se dice fácil y se teclea en tan solo unos segundos. Sin embargo, sacar el mercado principal de la capital francesa y llevarlo hasta aquí fue una labor que oso llamar prácticamente titánica, pues en ningún momento se dejó de proveer de víveres a la población. 5 años de trabajos y la mudanza llamada ‘del siglo’ entre el 27 de febrero y el 1 de marzo de 1969 hicieron posible que hoy Rungis sea admirado por muchos alrededor del mundo.
La pregunta más importante y misión personal para esta extraña chilango-parisina era cómo lograría yo ir y conocer tremendo sitio, pues además de que la mayor parte del comercio en este lugar se lleva a cabo entre las 2:00 y las 9:00 AM, la información con la que contaba al momento – y que resultó ser cierta – decía que para las 7:00 de la mañana la venta habría ya terminado, lo que complicaba un poco mi desplazamiento. Otro factor radicaba en que solamente habría venta a clientes registrados en la base de datos del mercado, y que para ello se debía contar con una profesión ligada a la industria alimentaria. Bueno, en aquel momento ya eran muchos los requisitos, así que decidí dejar el tema por la paz y soñar con que algún día, a lo mejor, podría conocerlo porque sí.
Al empezar mis estudios en las artes culinarias alguien me compartió que era posible ir en un tour con guía de turistas, pero el costo me parecía exorbitante. 80€ para quedarme como dicen en mi tierra, como chinito… nomás mirando, era mucho a mi parecer. Hubo quienes sí fueron; yo decidí esperar a que la escuela me llevara a modo de ‘paseo pedagógico’.
Y así fue como, tras haber pasado dos terceras partes de la formación, el esperado momento de ir al sagrado mercado llegó. La cita fue a las 4:00 AM a un par de cuadras del centro de estudios. Todos llegamos a tiempo, unos más desmañanados que otros, unos a pié, otros en taxi o en Uber. Hacía frío pero creo que la mayoría estábamos ansiosos por ver tremendo sitio. Íbamos bien abrigados, pero aún así creo que si nos hubiesen dado una almohada y una cobija, nadie se habría quejado.
Emprendimos camino con los chefs instructores y hasta parte del equipo administrativo. Pasaron lista, lo que me recordó aquellas salidas escolares a algún museo o sitio de recreo que exigía atención adicional de parte del colegio. No faltaba nadie y estábamos listos.
Al llegar a la primera nave nos repartieron unas batas desechables que era necesario portar por cuestión de higiene. Era evidente que habíamos llegado al sitio más cercano a la costa parisina. Aquí no hay mar, pero había atún, bacalao, robalos, pulpo… hasta huachinangos encontré, y esos sí nunca antes los había visto en estas tierras. El guía nos mostró los productos, el chef aclaró dudas, tomamos fotografías, y terminamos la visita cuando llegamos al fondo de la nave y vimos los pequeños criaderos de langosta y empezó la discusión sobre la si era mejor la bretona o la americana, quedando claro entre los franceses que sin duda alguna no habría mejor producto que el proveniente del Hexágono. Por mi parte, el dato más impactante con el que me quedé fue que el 90% de lo que llega se vende en 24 horas pues gran parte de los pedidos se hacen por anticipado.
Rungis es tan grande que para moverse de una nave a otra teníamos que montar al autobús, así que el chofer se dirigió rumbo a la segunda parada. Ahora estábamos donde los cárnicos. Sentí entrar en una cámara de refrigeración, cosa que el chef confirmó. Nos explicaron sobre la trazabilidad de los productos y cómo fue implementado el sistema tras el problema de las vacas locas a inicios del siglo XXI. Las carcasas eran impresionantes. La carne se veía preciosa. Y sin embargo, gran parte de la producción que proviene de la comunidad europea, aprendí, llega ya cortada.
La tercera parada nos llevó a la fruta y la verdura. Confieso que lo azteca me salió por delante, puesto que ansiosamente buscaba yo jitomates, aguacates, limones, mangos, lo que fuera que proviniera de mi país. Sonreí más de una vez cuando compañeros señalaban frutas que ellos llamaban exóticas y para mi eran tan solo una carambola, una pitaya o inclusive una guayaba. ¡Qué fortuna tenemos quienes somos originarios de lugares recubiertos de sol todo el año!
Era tarde y ya no podríamos parar por uno de los pabellones que yo más quería ver, el de los lácteos, pues se encontraban en pleno momento comercial y no seríamos bienvenidos. Así pues, nos dirigimos a la nave que más preocupa a la administración de Rungis, la de las flores, pues el mercado de la floristería ahora se hace en su mayoría de manera electrónica desde Holanda. Luego nos dirigimos al pequeño pabellón que aloja a los pequeños productores locales. Esta última nave me pareció súper interesante, pues se trataba de campesinos, en su mayoría de comunidades aledañas a la Île-de-France, que traen sus productos y compiten como cualquier otro productor mayorista. A lo mejor aquí el que más atención se llevó fue el de las hierbas exóticas y flores alimentarias. Fue tal el éxito que hasta se hizo un poco de la vista gorda y vendió algunos manojos de sus hierbas a mis compañeros. Sobraba un poco de tiempo y el chef decidió entretener a la bestias dejando que baboseáramos un momentito por una tienda a la que la escuela le compra algunos ingredientes como especias, aceites y vinagres. Claro está que ahí hubo algunos mejor portados que otros. Yo adquirí algunas especias que sería difícil, si no es que imposible, encontrar en la tierra de la que soy oriunda o en tiendas de autoservicio que frecuento por esta ciudad.
La visita llegó entonces a su fin cerca de las 9:00 de la mañana. Nos llevaron a desayunar rápidamente en uno de los restaurantes que se encuentran ahí mismo dentro del mercado y volvimos a abordar el autobús que nos regresaría a la avenida contigua a la escuela. La cuasitotalidad de los alumnos caímos rendidos ante los brazos de Morfeo nada más arrancó el autocar. No cabe duda que esta visita era muy anhelada y podría repetirla sin lugar a dudas nada más tuviera la oportunidad.
Dirección: 1 Rue de la Tour, 94550 Chevilly-Larue, France
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