¿Qué hacer en Londres en un fin de semana?

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Nada como llegar a una nueva ciudad y encontrarse con una cara amiga que le reciba a uno, que lo lleve a comer algo típico y que sea capaz de llevarle a su hotel sin dar vueltas como mayate. Para nuestra buena suerte así fue la llegada a Londres. Una de esas amigas que conozco pero que aún no tenía el gusto de estrechar su mano; compatriota y compañera de aventura al encontrarse ella escribiendo su propia aventura trasatlántica y con su propia historia para contar. Una linda chica que uno aprecia pronto por su sencillez y quien a pesar de que ya llega a la treintena parece ser más joven. Era sábado y apenas el reloj marcaba las 8:30 hora del meridiano de Greenwich. Ella nos esperaba con una sonrisa y calurosamente nos dio bienvenida. Nos llevó a desayunar a un pub al puro estilo inglés para estar llenos de energía. Llegamos al hotel de manera bastante conocedora, aceptémoslo, pues nos movimos por el tube como si fuésemos locales prácticamente y tras haber dejado nuestro equipaje nos llevó a conocer el bello Hyde Park; que luego aprendí es más grande que el Principado de Mónaco. Quedé asombrada. Una agradabilísima plática y una caminata de esas que no se olvidarán en mucho tiempo.

Era momento ya de reunirnos con ellas, con quienes había planeado festejar mi cumpleaños en tremenda ciudad, a las que a pesar de que apenas hace algunos meses había yo visitado en mi tierra, ya quería volver a ver y compartir aventuras, después de todo nos hemos vuelto hermanas del alma por elección.

La cita fue hecha poco antes de las 2:00 de la tarde para hacer una visita y luego tomar el té en el salón de una muy conocida sala de espectáculos: el Royal Albert Hall. Estómago faltó; los sandwiches de pepino estaban de-li-cio-sos. No sé por qué dicen que los ingleses pueden tener acceso a los mejores ingredientes y preparar platillos asquerosos. Mi experiencia no es para nada así. Por la tarde caminamos por aquí y por allá. Recorrimos a pié parte de la ciudad deteniéndonos en prácticamente cada cuadra para fotografiarla con la cámara y con la mente. Quería yo guardar en su totalidad las imágenes que pasaban frente a mis ojos. Calles, museos y hasta a la famosa Harrod’s me llevaron, pero el cansancio le gana a uno con frecuencia cuando anda turisteando, así que debimos detenernos y regresar a descansar.

Regresé a mi habitación de hotel y me di un buen baño antes de dormir, pues mañana intentaríamos recorrer otro buen trozo del territorio londinense, no obstante su clima.

Contra todo pronóstico nos despertaron los rayos de sol que entraban por la ventana a pesar de que las temperaturas estaban lejos de un clima veraniego. Nos arreglamos y desayunamos en la habitación tipo estudio que parecía caja de zapatos o alacena debajo de una escalera -sí, justo como la recámara de Harry Potter pero con cocineta. Hey, no es queja, simplemente trato de hacer notar cuán pequeño era el lugar.

En fin. Avanzada la mañana nos dispusimos a hacer el recorrido del bus rojo tal y como nuestras expertas amigas nos habían recomendado, pues sería mucho más fácil llegar sin perdernos y ver de manera ordenada a todos los sitios turísticos que queríamos descubrir. Fueron horas y horas, cientos de fotografías, intercambios de miradas de asombro y sorpresa de todo lo que íbamos encontrando. Los puentes, los edificios, los barrios y claro, el Parlamento, el Big Ben y la abadía de Westminster. No cabe duda que cada ciudad tiene su magia propia. Pero ya era tiempo de terminar el tour y debíamos cenar y compartir las experiencias del día.

-Fish & Chips, anyone?
-Lovely.

Ciertamente, el día había pasado volando de nuevo. De norte a sur y de este a oeste. Intentamos cubrir la mayor extensión territorial posible, pero con toda seguridad sabíamos que no habíamos cubierto todo aún. Del Palacio de Buckinhgam al distrito financiero pasando por el Tower Bridge y habiendo visitado la exposición de las joyas de la corona, sólo por mencionar algunas de nuestras paradas a lo largo del día. Pero lo mejor estaba aún por suceder, pues en el pequeño estudio nos reunimos a intercambiar los regalos de cumpleaños. Al final del día, el festejo era para todos. Yo ofrecí libros de Astérix y Obélix, así como vinagres aromatizados con frutas y vainilla. Algo totalmente fuera de lo común, pero que con seguridad engalanarían las comidas y cenas de nuestras queridas amigas. Por el otro lado, a mí me honraron con un costalito de especies hindúes que aún no he tenido la valentía de preparar porque no sé cómo, pero que prometo hacerlo en los próximos días; una pashmina de colores muy vivos y de gran utilidad para mi actual lugar de residencia donde uno ha de cubrirse el cuello por más de 200 días del año y un añorado Paddington Bear de peluche junto con su libro de cuentos que me remontó a la infancia y a esas lecturas nocturnas con mi madre al lado antes de dormir.

Algo debo estar haciendo bien para merecer tanto amor. Pues apenas vamos a la mitad, pensé.

Y en efecto, así fue. La hazaña turística continuó al día siguiente con el entreacto de fiesta de cumpleaños. Una cena sui géneris para alguien que claramente no cumplía 10 años de edad, pero cuyo antojo fue satisfecho por los encargados del festejo – un hot dog que no fuera servido en baguette como lo hacen en Francia- y un musical como sólo pueden lograrlo aquí y en Broadway. Cantamos, reímos y aplaudimos al ritmo de los clásicos de Freddy Mercury y Queen. Por cierto, acabo de enterarme que va a presentarse en México en febrero próximo. Si pueden, véanla: We will Rock You

A la mañana siguiente el viaje había llegado ya a su fin, y a pesar de que había amanecido lloviendo poco a poco el sol consiguió salir a despedirse de mí de su escondite en las nubes. Un desayuno muy ad hoc antes de tomar el tren disfruté de la grata compañía y me dispuse a emprender camino hacia mi asiento en el tren de alta velocidad que ha dejado de ser un extraño ante mis ojos. No obstante, esta vez lo haría sola, pues mi acompañante de aventuras tuvo que regresar antes a París para cumplir con responsabilidades laborales. Lo extrañé las últimas horas de la aventura, pero aproveché tener dos asientos en el viaje de regreso… sí, ese en el que escribí mi reflexión cumpleañera.

De vuelta ya en casa sonrío y agradezco la oportunidad de haber podido pasar unos días en una ciudad que me enamoró en poco más de 72 horas. Quiero volver a ella y recorrerla de nuevo para descubrir nuevos recovecos; nuevos para mí, pues.

¡Gracias Londres por haberme hecho caer rendida a tus pies!

Abadía de Westminster

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