Regresar a bailar después de los 35 no fue tan fácil como lo creí

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Mente sana en cuerpo sano, ¿cierto? Bueno, pues que levante la mano el que cada 31 de diciembre entre la lista de propósitos tenga algo así como bajar de peso, ponerme a dieta o empezar a hacer ejercicio. Muchos ¿verdad?

Así pues, yo no fui la excepción en algún momento de la existencia. Por ahí del 2008 debo habérmelas ingeniado para subir unos 15 kilos más o menos. Encontrar una explicación a mi repentina gordura no era difícil; era un momento de mucha dificultad emocional. No obstante, el encontrarme en esa gran tristeza me hacía subir de peso con sólo respirar. Consulté especialistas en nutrición, tomé psicoterapia, comencé a ir al gimnasio de manera prácticamente desesperada; contaba calorías ingeridas y calorías gastadas en cada rutina de ejercicio. En fin, hice de todo para eliminar las molestas “llantitas” que me hicieron cambiar hasta de guardarropa por no entrar en nada. Pero la verdad era que nada me estaba dando resultado y yo me sentía Bibendum, sí ese personaje acolchonadito formado por llantas Michelin de color blanco.

Luego de un año y medio de intentar casi hasta las pastillas de nopal y alcachofa -y que conste que esas no me las tomé porque nunca he creído en los productos milagro- un día comencé a bajar de peso. Mi alimentación casi no había cambiado y ya no estaba haciendo ejercicio alguno, pues las distancias de la ciudad de México me tenían un promedio de dos a tres horas en el auto. Mi vida se estaba quedando en Av. Constituyentes. Lo juro.

Reflexioné y me di cuenta que la razón radicaba principalmente en una mejora significativa en el ánimo y en mi estado de confort con mi vida en general. Trabajaba muy a gusto y emocionalmente comenzaba a encontrar un poco de estabilidad. La crisis parecía haber terminado.

Pero apenas cuando parecía que las cosas tomaban su curso todo volvió a cambiar y llegué a la capital mundial de la moda y sus espiritifláuticas parisinas. La alimentación cambió drásticamente junto con la forma y calidad de vida. Afortunadamente, las caminatas ayudaban, pero yo sentía que debía prestar mucha atención a lo ingerido para no engordar, pues mi desgaste podría ser menor -pensaba yo, so pretexto de ser ahora una ama de casa que según yo no hacía mucho. Claro que no hacía nada que me remuneraran económicamente, pero la realidad es que estaba teniendo un desgaste calórico impresionantemente mayor que al que nunca habría yo aspirado en mi México, Distrito Federal. Sin embargo, a pesar de que el trabajo físico era significativamente superior en la nueva forma de vida y buscando llenar la agenda diaria de actividades me detuve un día en el gimnasio que me queda apenas a cuadra y media de mi casa y me registré. Comencé a tener sesiones entre dos y tres veces a la semana durante meses. Para mi sorpresa llegué al año, pero ya me estaba aburriendo. En mi mente, siempre había rondado la idea de retomar la danza clásica que tanto amé practicar de niña y adolescente, pero la realidad era que habían ya pasado muchos años desde que colgué las zapatillas. Aquí, una amiga que se dedica al canto, la danza y la actuación me compartió los datos del estudio al que se había inscrito al mudarse a la ciudad. Los guardé, pero no volví a ellos sino hasta hace cosa de una semana, cuando tras platicar con otra amiga, le comenté el “gusanito” que seguía invadiendo mis pensamientos por momentos. Ella, con gran empatía me alentó a buscar la academia o estudio para que me registrara en el otoño.

La curiosidad mató al gato, dicen por ahí. Y que me meto a navegar el Internet. Encontré varias opciones, pero me decidí por la que quedaba más cerca de casa. A nadie le gusta invertir una hora de su tiempo en el trayecto para una clase de dos horas; y menos si hay opciones a 15 minutos en transporte público. Y pues me lancé a ver qué onda y cómo estaba la cosa.

Llegué a probablemente una de las zonas más finolis de la ciudad. Ahí a un costado del puente del Alma. Entré al estudio y me recibió un grupo de mujeres entre los veintitantos y los cuarenta y tantos. Todas muy bien vestiditas en el atuendo de rigor para una clase de ballet. Llamó mi atención una cincuentona, de menos, que se encontraba en el grupo. Pero la que se dirigió a mí en cuanto me vio entrar me dejó atónita. Era toda una Madame octogenaria a la que sólo le hacía falta el látigo para nalguear a las alumnas que no apretaran las nalgas a medio ejercicio. Para mi sorpresa, me recibió muy cálidamente, algo no muy común entre mis amigos parisinos y antes que todo, me preguntó sobre mis conocimientos de la disciplina. Una vez satisfecha me dijo que no me preocupara, me dio los informes y me dijo que me esperaba al día siguiente para comenzar mi “taller de verano”, pues así probaría yo si me gustaba la clase, el método y me pusiera en forma para el curso escolar en otoño y que todo regresaría a mi mente y a mi cuerpo.

Me sentí reconfortada y salí muy feliz. Corrí para equiparme, pues obviamente después de tomarme 20 años sabáticos de la disciplina habría que buscar de todo y de inmediato.

Conciliar el sueño esa noche fue difícil, pues me sentía igual que cuando entré a la primaria. Una emoción de esas inexplicables pero que invaden el alma. Otro sueño que se convertiría en realidad en unas horas. Evidentemente me desperté temprano, desayuné, hice lo necesario para llegar a tiempo a clase. Durante dos horas sudé la gota gorda, parecía yo el cocinero de carnitas del mercado. ¿De qué había servido un año en el gimnasio? De nada. La octogenaria directora del instituto y para mi suerte la maestra que me tocó de nombre Agnès dictaba y marcaba las secuencias con tal rapidez que mi mente no lograba procesar la información, ya no digamos hacer que mi cuerpo ejecutara. Había que recordar dónde va la cabeza, el brazo, transferir el peso, encontrar el centro de gravedad y por qué no al ritmo de la música. Me sentía el hipopótamo de Fantasia.

Al final de la clase me acerqué a Agnès para preguntarle cómo me había visto, pues a mí la clase me había parecido durísima y dificilísima. Ella me volvió a reconfortar y me pidió darme un mes para que todo regrese.

Hoy, el ácido láctico es quien domina mi cuerpo, pero mi alma está feliz. El contrato del gimnasio mañana mismo queda cancelado; la danza ha regresado a mi vida y nuevamente doy gracias a Dios y a la vida por esta aventura.

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