Me parece difícil concebir la vida sin chocolate. Conozco pocos a los que no les gusta. A mí, me fascina; entre más amargo, mejor.
A los 15 años aprendí a temperarlo y cristalizarlo de manera artesanal, pero poco sabía de cómo se trabajaba el cacao. Yo solo jugaba a hacer chocolate, o eso decía.
En esta ocasión recibí granos que tosté y luego molí poco a poco con ayuda del metate, fuego y la fricción que yo ejercía con el metlapil. Horas de trabajo, energía incalculable hasta sentirme exhausta físicamente aunada a la magia de la sabiduría ancestral que me fue compartida por mis maestros en la cocina me ayudaron a convertir ese cacao en chocolate.
Ahora me detengo y pienso de nuevo en nuestra historia; la del chocolate y la mía y solo puedo concluir que hoy, al Señor Cacao, lo respeto más que ayer.