De visita en el Palacio del Elíseo, la casa del Presidente de Francia

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Entrando por el jardín

Íbamos llegando a vivir a esta ciudad cuando por primera vez vi el afiche de las llamadas Jornadas Europeas del Patrimonio. Un fin de semana de excepción para visitar esos lugares que normalmente están cerrados al público. Sonaba increíble, pero el proceso de instalación no permitía hiciéramos por el momento una visita cultural de tal envergadura, pues según se escuchaba, la gente debía llegar muy temprano si quería alcanzar entrada o algo así.

Con el paso del tiempo y conforme nos fuimos aclimatando a la ciudad y su programa de actividades entendí de qué se trataba el evento. Permitían que los ciudadanos y residentes visitaran esos lugares excepcionales y que forman parte del patrimonio nacional, los cuales normalmente es imposible entrar porque son oficinas del gobierno, principalmente. Para unos bastaba con levantarse incluso antes de que cantara el gallo y llegar a hacer fila, literalmente al alba. Para otros, había que anotarse en la lista de actividades y/o visitas para estar ‘inscritos’. Todos llamaban mi atención, pero si no me levantaba demasiado tarde, se me olvidaba, o no conseguía inscribirme por falta de cupo. Por ello, este 2014 decidí que no dejaría pasar la fecha y que tacharía de mi bucket list, ese lugar que con toda claridad y particularmente me daba más curiosidad que cualquier otro: El Palacio del Eliseo.

La oficina del Señor Presidente

 Este antiguo hotel particular, cuya historia comienza a inicios del siglo XVIII y que no me detendré a contar porque de lo contrario esta entrada se volverá un relato bastante más largo de lo que debería, guarda entre sus paredes no nada más la historia de la Francia de aquellos años, sino de la actualidad. No estoy segura si a estas alturas del mandato ahí vive el Sr. Hollande, pero lo que sí no tengo la menor duda es que ahí despacha. Es la residencia oficial de la Presidencia de la República.

Mi compañero de aventuras tomaría un vuelo al otro lado del mundo y no podía acompañarme, sin embargo, mi decisión estaba tomada. No me perdería la visita por ningún motivo. Para ello, me dispuse a dormir temprano, puse la alarma de mi teléfono celular a la pecaminosa y tempranísima hora que consideré adecuado levantarme: 4:00 AM. Me preparé y salí con toda puntualidad para tomar el taxi que había reservado la noche anterior y que me llevaría incluso antes de que comenzara a correr el servicio de transporte público. Mi meta era entrar en el primer grupo. Muchos con quienes comenté mi decisión me voltearon a ver como si quisieran decirme que estaba yo fuera de mis casillas. La verdad es que no. Mis cálculos fueron precisos.

A las 5:30 AM salí de casa bañada, desayunada y bien abrigada. Incluso llevaba una ‘segunda ronda’ de café entre mis manos acompañada de una lectura para que la espera fuera menos tediosa. Llegué y me instalé. Creo que había menos de 20 personas delante mío. Me sentí orgullosa y me instalé a leer. El metro comienza a correr por ahí de las 5:30 AM también, pero claro que el desplazamiento a esa hora es mucho más eficaz en automóvil, por lo que creo que llegué unos 15 minutos antes que la marabunta de la primera parada que hizo la línea ahí a un costado de los Campos Elíseos. Para las 7:30 AM y sin que aún hubieran abierto las puertas, aquella fila ya daba vueltas como culebra una y otra vez. Era como una larga fila de Disneylandia en pleno verano. Algún policía amablemente compartió que esperaban más de 20 mil personas a lo largo del fin de semana. Con toda honestidad, no puedo negar que conforme el barullo incrementaba y mis ojos veían el entorno, así como el escuchar de los comentarios de los organizadores a un costado de los visitantes, me hacían sentir tremendamente afortunada y orgullosa por mi hazaña.

Finalmente dieron las 8:00 AM, las rejas debían abrir en cualquier instante. Por ahí algunos se preguntaban si el señor Presidente saldría a saludar. Yo pensé que probablemente lo haría con los que estaban un poco más atrás y que lograrían hacer su visita a eso del medio día. Seguramente había a quienes les hacía más ilusión que a mí saludarle. Al entrar me quedé sin palabras. Recorrí pacientemente salones, oficinas, comedor, salón de fiestas, salas de reunión y jardines. Tomé fotografías a mi paso. Me detuve donde mis ojos me lo demandaron.  Menos de dos horas más tarde estaba yo de vuelta en casa con todo y souvenirs.

El resto del día pude haber aprovechado para ir a algún otro sitio y aprender más sobre el patrimonio de este país, pero preferí quedarme en casa, ver las fotografías tomadas y disfrutar una y otra vez de la visita hecha en mi mente y las más de 150 imágenes que había levantado en el recorrido. No cabe duda que si vuelvo a tener oportunidad de hacer este tipo de visita aprovecharé para ir a la Asamblea Nacional o a la oficina de la alcaldesa de la ciudad.

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