¡Las mejores escapadas de verano por Europa!

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Sentarme a escribir esta entrada siempre resulta la más difícil del año. No debería serlo, pues me parece que es la mejor temporada para disfrutar del Viejo Continente. Sin embargo, me parece que tanto bienestar, tanta alegría y tanto disfrute es difícil resumirlo en unas cuantas líneas, así que en esta ocasión me alargaré un poco más de lo habitual. Durante nuestro primer periodo vacacional veraniego al este del Océano Atlántico decidimos visitar uno de los climas más socorridos de la zona; el del Mar Mediterráneo.

Fue la primera vez que me subí al tren de alta velocidad, TGV. Era sábado en la mañana y nuestro destino exacto era el puerto de Marsella. No tenía idea de qué me iba a encontrar. Había hecho un poco de investigación, pero no me sentía con el conocimiento suficiente como para decir “quiero ir a tal o cuál lugar”; tocaba descubrir curiosamente lo que el puerto tenía para ofrecernos.

Así pues, la aventura comenzó desde que salimos de casa listos para la aventura. Jactándonos de adoptar tanto las prácticas locales como las opciones de la modernidad del siglo XXI tan tempranamente como las descubriésemos, emprendimos camino desde el Très Petit Château y nos desplazamos los escasos 300 ó 400 metros a la estación del metro que con suerte nos llevaba directamente hasta el término de la línea 10 – Gare d’Austerlitz. También, llevábamos los boletos impresos para que éstos fueran escaneados antes de subir al tren en una oferta que acababa de lanzar la compañía ferrocarrilera gala exclusivamente por internet, eliminando así prácticamente todo contacto con el personal que atiende al viajero.

Como esperábamos, logramos sin problema alguno llegar sin prisas. El viaje fue de esos que me dejaron boquiabierta, pues viajar a más de 300 Km/hr a nivel del suelo para mí era algo nunca antes visto. Y me fascinó. Pero, ¿qué nos esperaba una vez que llegáramos a nuestro primer destino? Honestamente, ahora me doy cuenta que no tenía la más mínima idea por más que en el trayecto me había dedicado a leer la guía de turismo que hacía algunas semanas habíamos adquirido en una librería de la ciudad.

Bajamos del tren y nos instalamos en nuestra pequeña habitación de hotel. Comenzamos a recorrer a pié los alrededores hasta que nos dio hambre y sucumbimos ante los famosos mejillones con papas fritas. Los ofrecían con distintas salsas; nosotros pedimos una con queso roquefort. Uff! todavía mis papilas gustativas salivan nada más de recordarlos y hace ya varias lunas que me los comí.

Las visitas turísticas incluyeron sitios como la Basílica de Nuestra Señora de la Guarda desde donde además de encontrar una joya arquitectónica y de recogimiento puede uno disfrutar de una vista de excepción del puerto de Marsella.

En el andar, el catolicismo no se deja extrañar un segundo, pues bajamos de una basílica para ir a otra, la de San Víctor. Nos cautivó que su origen data del siglo V, que fue destruida y reconstruida alrededor del año 1040. Entrar ahí fue como transportarme a la Edad Antigua. La construcción estaba fresca y húmeda, y honestamente fue refrescante dados los más de 30 grados que hacían a la sombra. No obstante, me parece que lo más cautivante de esta visita fueron las criptas.

Saliendo, nos dirigimos al descubrimiento de los famosos jabones de Marsella. Nos preguntábamos por qué serían tan admirados y buscados, así que no nada más visitamos y compramos, sino que también preguntamos al respecto. Resulta que es un tipo de jabón del que que se tiene registros existe desde 1320 y cuya fórmula está reglamentada desde tiempos del Rey Sol. Dicha receta, que conoció su apogeo durante la Belle Époque y que en los últimos 50 años se ha visto caer en picada a raíz de los detergentes sintéticos, resulta de la mezcla jabonosa de distintos aceites de esencias vegetales cuyo gran poder limpiador puede obtenerse tanto artesanal como industrialmente. No cabe duda que en cada tierra se esconden historias excepcionales.

 En fin, tras una pausa para recargar baterías nos destinamos a una de las islas más famosas de la literatura y de la historia francesa en tiempos del rey Francisco I, la del Castillo de If. Aquí, el Conde de Monte Cristo toma una dimensión totalmente inesperada; ciertamente me sentía ahí, en medio de la acción, como si el propio Dumas me hubiere insertado entre sus páginas.

Al regreso de la isla y para disfrutar de un aperitivo antes de la cena no nos parecía ningún sitio mejor que un sitio ahí en el Puerto Viejo. A pesar de que éste estaba siendo remodelado, había varios lugares en donde se podía disfrutar tanto de la vista como de una buena copa sin que el sol quemara como a las iguanas en el trópico. Y esto era solamente el inicio de nuestro primer verano Mediterráneo.

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