¡Que comiencen las vacaciones!

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Pues sí, a pesar de que el pan de muerto ya está en el horno y que dentro de un par de horas saldré con la banda de brujas, aún no termino con el recuento del verano, pero es que ahora sí voy a hablar del que acabó apenas hace un mes. Como dije hace ya varias entradas, planear estas vacaciones fue una tarea que llevó varios días e investigación, pero afortunadamente estábamos preparados una vez que el “Día-D” llegó.

 Una vez que la comitiva completa estábamos en la ciudad, regresamos a casa, dejamos las maletas y ni lentos ni perezosos nos fuimos de picnic. Después de todo, hay que aprovechar que anochece tarde. Recorrimos los escasos 2.3 kilómetros y nos instalamos en el Campo Marte. Con la cesta por un lado y nuestro mantel por el otro, nos sentamos al pie de la llamada Dama de Hierro y disfrutamos de pan, queso, carnes frías, alguna ensalada, sidra fresca, agua y ese pie de limón sin hornear que me encontré en las sugerencias de Martha Stewart preparado a mi gusto. Pero, como este verano, por lo menos en París, la temperatura fue mucho menos agresiva que otros años, la frescura del atardecer hizo que conforme fuera llegando el ocaso consideráramos pronto el regreso a casa. Al final del día, el viaje había sido largo y a la mañana siguiente comenzábamos nuestro propio Tour de France, por lo que volvimos a casa y nos organizamos para salir al alba.

Temprano llegó el taxi por nosotros y nos llevó a la estación de tren. Habíamos decidido descubrir distintos territorios galos que tuvieran alguna particularidad que mereciera la pena destacar. Con la pericia que ya sentimos tener, llegamos a nuestros asientos con tiempo y nos instalamos. Aún un poco somnolientos, pero estábamos listos para emprender camino a primer destino.

Es bien sabido que si en Francia hay una bebida popular es el vino, y el más célebre de entre ellos es la burbujeante champaña. Y cualquier pretexto es bueno para abrir una botella durante el aperitivo y hasta el postre. Así que el primer lugar al que llegamos fue a Reims, donde degustaríamos la fresca bebida de distintas casas productoras, ya fueran éstas las grandes y populares a nivel mundial o los pequeños productores independientes que se encuentra uno en los callejones de los pequeños poblados de la región a un costado del viñedo. Entre copa y copa hicimos visitas culturales que nos dejaron boquiabiertos. Para mí la más impactante fue la del Palacio de Tau, el palacio arzobispal de Reims, donde se guardan grandes reliquias, desde la Santa Ámpula de Clovis con la que se ungía a los príncipes de Francia cuando éstos se convertían en reyes o una espina de la corona de Jesús, sólo por mencionar un par. Claro está que también visitamos la catedral de Reims. Confieso que me hubiera gustado pasar más tiempo en ella.

 En las visitas a las casas champañeras me parece difícil decir si me gustó más tal o cual, pues aunque la esencia de todas es igual, cada una tiene su ‘algo’ que las distingue. Por ejemplo, Moët & Chandon -mi preferida- me pareció preciosa y con una gama de productos muy a mi gusto. Mumm, que aunque conocía de nombre, nunca la había probado y se ganó su propio lugar en mi paladar. Y claro, el pequeño productor se ganó mi admiración y respeto por un producto de gran calidad y que se atreve a seguir adelante a pesar de los monstruos que acaparan gran parte del mercado mundial.

Era hora de seguir con el recorrido y el siguiente destino era la la capital normanda de Caen, de donde saldríamos con el fin de llegar al memorial a los militares que perdieron la vida en el desembarco que justamente este 2014 cumple su 70° aniversario y que no queríamos dejar pasar inadvertido. La aventura normanda comenzó en un pequeño museo de la región que nos transportó al tiempo y espacio. Pasamos ahí un par de horas viendo memorabilia de todos aspectos de la guerra. Creo que el que adquirió más adeptos fue el llamado ‘clicker’, que como su nombre lo dice, es un pequeño artilugio que sirve para hacer ‘clic’ e identificarse entre compañeros. Luego vino la visita esperada de la región: las playas del desembarco. Ciertamente fue impresionante llegar al lugar que había yo visto una y otra vez en películas, documentales, fotografías, etc. Podría decir que sentí escalofríos, pero cuando me separé del grupo y realmente me encerré en mis pensamientos fue cuando vi esos cientos de cruces y estrellas de David que indicaban las tumbas en las que yacen los restos de los héroes de la Segunda Guerra Mundial.

 Y bueno, como parecía que nuestra visita planteaba cubrir tantos sitios como pudiéramos que estuvieran en la lista de la UNESCO del Patrimonio de la Humanidad, pues no podía faltar el mismísimo Mont Saint-Michel, el cual incluso antes de llegar nos arrancó los suspiros. El día que llegamos era fenomenal y aunque nos tocó un poco de llovizna la visita fue en calma y afortunadamente sin frío ni neblina, claro, era agosto. He de confesar de éste era uno de los sitios que más me llamaba la atención conocer y que lo habíamos dejado pendiente para un momento especial, y así fue. Caminamos hasta lo más alto y recorrimos el monte de cabo a rabo. Disfrutamos de sus vistas, de ese pequeño mundo intramuros que le hace a uno pensar en cómo vivían los monjes, perdón, de cómo viven los monjes ahí y, por lo menos a mí, de ser curiosa de la Mère Poulard y entender, en toda la extensión del término, lo que significa ser una mamá gallina. ¡Ah, qué delicioso estaba ese omelette! Pero creo que comí suficiente como para tres meses, porque a la fecha no he comido otro.

Tras tomar una cantidad incalculable de fotografías desde tantos ángulos como se me ocurrió a lo largo de la mañana, una vez que el estómago estaba satisfecho, y gracias a las indicaciones de un cortés chofer de autobús de la región, decidimos seguir las instrucciones al pie de la letra y en lugar de tomar la autopista a nuestro último destino, nos fuimos ‘puebleando’. Ah, pero qué vista tan más deliciosa nos tocó durante esas dos horas de camino. Pura playa, puro pueblito que podía haber puesto en una maqueta de esas de La Petite France.

Finalmente, llegamos a Saint-Malo. Pero qué belleza la ciudad amurallada. Ahí nuestra finalidad era descansar además de conocer y comer bien. Así pues, nos instalamos en uno de los pequeños hoteles intramuros e hicimos una caminata de reconocimiento. Cenamos deliciosamente, gracias al talento de un compatriota que encontramos en el restaurante recomendado en la recepción del hotel que nos hospedaba. Planeábamos salir en la noche, pero al final nos quedamos jugando ajedrez y dominó. Muy tranquilo, de verdad. En la mañana, nos preparamos para ir a la playa, era el momento de tirarnos cuales iguanas al tímido sol en una mítica playa con alberca artificial en el gélido Atlántico Norte. Yo no soy muy de playa, pero mis compañeros de viaje sí, así que con libro, música, lentes de sol, y toda la infraestructura que pueda uno imaginar, me dispuse a disfrutar del día con ellos. Confieso que para las 4:00 de la tarde ya pedía yo algo más que sol, arena y mar. Fueron comprensivos y nos encaminamos al hotel para prepararnos a la cena. Las vacaciones estaban a punto de terminar. Las dos semanas habían pasado volando. Era tiempo de volver a casa.

 Aún renuentes quedaba un último día que se podía disfrutar, así que en lo que hubo una última visita a las afueras de la ciudad, yo me quedé en casa para conseguir los ingredientes de una cena de despedida con toques del Medio Oriente. Corrí a la tienda de especialidades libanesa de mi confianza en un barrio cercano y regresé a casa cargada de delicias regionales. Cocinamos todos juntos y luego disfrutamos hasta que no nos cupo más.

No había la menor duda, estas vacaciones habían sido las mejores posibles. Era una opinión generalizada. Hoy, agradezco por el camino recorrido en todo aspecto. Aprendí, disfruté, comí, cociné, corrí, jugué, sonreí y lloré con la mayor alegría posible que la vida me permitió.

Ellas tomaron su vuelo de regreso. Nosotros entre suspiros y algún sollozo volvimos a ese rinconcito parisino que llamamos nuestro hogar con el anhelo de repetir la dosis de aventuras y amor en la primera oportunidad que nos sea permitido.

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